viernes, 8 de mayo de 2015

Cómo saber de sexo y leer en el intento

Por Carlos Andrés Gallegos Valdez

Aprendí que leer era malo a los 10 años de edad. Hojeaba una enciclopedia con temas de sexo. Mientras daba vueltas a las páginas pecaminosas, una tía mía ejerció de inquisidora y me cerró el libro de golpe al mismo tiempo que se preguntaba con espanto “¿cómo andan viendo esas cosas?” sin dirigirse a alguien en particular, como esperando que algún otro adulto indignado o el Dios censor de las mentes infantiles le diera el espaldarazo a su inquietud. No le dije nada a mi tía. Estábamos en un funeral de un tío lejano y había que guardar luto, aunque una máquina expendedora de refresco y el montón de niños como yo que corrían y se escondían por los pasillos del salón fúnebre sugerían un ambiente festivo. A los anatemas familiares, mis padres reaccionaron a carcajada limpia. Habían entendido la diferencia entre morbo y el interés de leer para informarse. Aunque yo no entendía nada bien aquellos atlas anatómicos dignos de ser quemados por las buenas conciencias.

Mi primer juguete fue un abecedario de plástico. Las letras eran de varios colores y tenían una corriente bolsa de plástico como estuche. Mis padres me entregaron ese regalo y lo primero que hice fue tirar todas las letras al frío suelo de cemento de la casa donde vivíamos, en un pueblo llamado Tangancícuaro, en una colonia de polvo y lodo con casas de arcilla que tenía el proletario nombre de Antorcha Campesina.  Apenas acudía al kínder y ya sabía distinguir entre una A y una B, entre una vocal y una consonante.  Aún no era consciente de que estaba construyendo, desde mis cinco años de edad, el edificio de mi afición a la lectura. La vida, la familia y algunos libros me regalaron más palabras y el abecedario de juguete era insuficiente para construirlas. Faltaban muchas vocales y algunas de las consonantes más utilizadas en el idioma español, como la C, la R o la T.

Abandoné el alfabeto de plástico y pronto forjé unas manos fuertes, capaces de sostener voluminosos libros. Mis manos, toscas y rústicas para formar pájaros de papel, osos y elefantes decorados con papel de china, carentes de la delicadeza para manejar pegamento líquido o colorear sin salirme de las rayas, eran lo bastante fuertes como para cargar la Biblia. Me pasaba horas dando la vuelta a las delgadas páginas amarillas, sin poner atención a lo que decían esas miles y diminutas letras de inspiración divina, según lo dicho por el hombre de túnica que veía todos los domingos. De tanto que cargué el sagrado ladrillo y mojé sus hojas con mis ensalivados dedos, la Biblia se fatigó como tantos otros libros terrenales desgastados. Las pastas se desprendieron y el lomo se deshilachaba en forma de finos fideos blancos. Pero seguí cargando la Biblia por todos lados. Mis familiares presagiaban un futuro promisorio como predicador evangélico. El pronóstico no se cumplió, pero a mis seis años, conformé una memoria repleta de nombres propios. Aprendí que Matuzalem vivió 969 años, que los hijos de Noé se llamaban Sem, Cam y Jafet, entendí la razón por la cual los hermanos menores son llamados benjamines y sentí predilección por algunos nombres de los libros del Antiguo Testamento. Levítico me parecía un vocablo raro y chistoso por la colindancia de sus íes que al repetirlas me hacían sonreír involuntariamente, Deuteronomio era un trabalenguas que al destrabarlo me inyectaba aires de importancia y consideraba que el profeta Ezequiel tenía un nombre hermoso porque tenía tres es, mi vocal predilecta del alfabeto.

La construcción de una memoria atiborrada de datos y sustantivos propios continuó bajo la tutela de mi padre. Tenía ocho años y estaba a punto de ingresar a tercero de primaria, abandoné Tangancícuaro para vivir en Guadalajara, ciudad que me enamoró por sus semáforos y los cientos de letreros que bautizaban a las calles. Me aprendí el croquis del centro (Juan Manuel, Reforma, Garibaldi, Angulo, Herrera y Cairo, Manuel Acuña, Juan Álvarez…), antes que los sitios turísticos de la Perla Tapatía. En esos tiempos mi padre me compró decenas de láminas didácticas, atractivas por su costo de morralla y su facilidad para leer con la ayuda de una recreación visual de algún dibujante o pintor anónimo, además de pegar ese conocimiento en las hojas del cuaderno al mismo tiempo. 

Casi todas las láminas eran sobre historia de México, lo que permitió saber antes que muchos niños la vida, obra y milagros de Miguel Hidalgo, Morelos (mi héroe favorito de la Independencia), Juárez, Madero y Zapata. No obstante, lo que me hizo ser el centro de atención de otros niños fue el aprendizaje de las capitales de todos los países del globo terráqueo, cual diplomático de la ONU. Mi padre, que trabajaba como merolico, siempre me llevaba con él en su vieja y destartalada carcancha azul a vender pomadas, té y otros milagros de la herbolaria en colonias populares de Guadalajara o en pueblos del estado de Michoacán, que me parecían idílicos por su tranquilidad y su fe en la medicina naturista antes que los narcotraficantes se apoderaran de mi recreación. Mientras las bocinas, colocadas en pie de guerra en el techo del auto, aturdían los oídos de los potenciales clientes reumáticos, tuberculosos, magullados, con huesos rotos, riñones rocosos, nervios amolados y vías urinarias hiperactivas, mi padre me enseñó el mundo en forma de concurso de Jeopardy. 

Con un mapamundi obsoleto y arrugado donde todavía existían la Unión Soviética y Checoslovaquia, el gritaba España y yo le decía Madrid; el me decía Holanda, yo le contestaba Amsterdam; el me preguntaba Irlanda, después de dos o tres segundos de duda, yo le respondía Dublín con tono victorioso, mientras bebía de una botella un sorbo de agua hervida por el calor y me secaba con el brazo los sudores de mediodía que hacían del coche un horno de microondas. Reconozco que no me aprendí todas las capitales, los países de Asia me parecían muy difíciles de asimilar, sobretodo algunos como Bangladesh, Myanmar o Bahrein, cuyas capitales tenían nombres aún más exóticos. Lo mismo ocurría con África, con demasiadas naciones para retenerlas en mi mollera. De Oceanía solo aprendí las capitales de Australia y Nueva Zelanda, el país de las ovejas. Pero de Europa y América, todas las capitales me las sé de memoria. Saber de la existencia de otros países consolidó mi afición a la lectura. Pero hubo algo más importante. El conocimiento del mundo me ayudó a amar a mi padre.

Mi primera visita a una biblioteca hizo bostezar a mi mamá, lo cual me hizo pensar que la mejor manera de acudir a un lugar como este es aburriéndose en solitario. Era un sábado por la mañana y acompañaba a mi madre en el centro de Guadalajara. Ella me invitó a ir a donde quisiera, tal vez esperando que le dijera “al parque”, “al zoológico” o “a una juguetería”. Yo le respondí: “a una biblioteca”. Como desconocíamos la ubicación de estos edificios, caminamos como judíos en el desierto hasta encontrar la tierra prometida en una pequeña biblioteca en la calle de Santa Mónica. Observé los estantes y me intimidé por la cantidad de textos a disposición. Estaba nervioso por conocer caras desconocidas y exponerme en un lugar inédito para mis ojos y mi cuerpo. No tenía idea de que leer y al final tomé por azar una gruesa tabla dura de aspecto enciclopédico. Al final, salí contento de ese edificio, cuyo nombre y ubicación exacta se fugaron de mi memoria, luego de estudiar sin mucho entendimiento algo sobre la historia egipcia.

A pesar de que conformé con el tiempo un gusto especial por los libros, mi afición lectora no se consolidó en las bibliotecas o volando mi imaginación en el País de las Maravillas de Alicia, pintando la cerca con Tom Sawyer o viviendo en la selva con Mowgli y Bagheera. Este privilegio es de las revistas deportivas. Las historias que robustecieron mi infancia y los primeros papeles que devoré con fruición fueron las crónicas de partidos de futbol, los logros de héroes con pantaloncillo corto y las estadísticas que consignaban goles anotados, tarjetas amarillas y nombres completos de los árbitros. 

Mi primera revista, que aún conservo, es de inicios de 1999 (yo tenía ocho años), y se llamaba Deporte Internacional, publicación de Editorial Televisa que desapareció en 2003. En portada, Cuauhtémoc Blanco, con la playera de la selección, disputaba un balón con un jugador de la selección argentina. En las páginas interiores, venía un análisis sobre el Tri de Manuel Lapuente, una pelea de box que perdió Oscar de la Hoya, una entrevista con el entonces entrenador del Necaxa Raúl Arias y un análisis sobre los equipos de la Costa Oeste de la NBA que arrancaban la temporada 1999 luego de meses de huelga, donde conocí a jugadores como Karl Malone, Gary Payton, Hakeem Olajuwon y el entonces novato Tim Duncan. La revista me acompañó a todas partes, a la escuela, en el camión donde aprendí a leer entre brincos y luces tenues de neón, y hasta en la cama, velando mi sueño abrigada entre el colchón y la almohada. Luego de ese ejemplar vinieron muchas más. 

Ahora tengo una colección de centenares de revistas de múltiples temas, desde historia hasta ciencia y tecnología. Pero las lecturas deportivas inocularon en mi cuerpo un gusto especial por las historias, una predisposición a escuchar crónicas y cuentos. Antes que leer a Víctor Hugo o Dickens, aprendí a amar los textos juntando periódicos Esto de tonos sepia y hojeando las secciones deportivas de los diarios de interés general en el baño, preservando la costumbre paterna de adquirir conocimientos resguardados por vapores excrementales. Las crónicas deportivas también significaron un gran impulso para leer otra clase de textos, como los libros de texto gratuitos o las enciclopedias, sin grandes dificultades. Es decir, me unieron para siempre con el conocimiento impreso.

Tiempo después de aquel funeral de mi tío lejano, realicé un discurso ciceroniano sobre educación sexual para un concurso de oratoria en la secundaria que nunca se profirió. El escrito hablaba sobre las enfermedades de transmisión sexual, los órganos reproductores masculinos y femeninos, el apropiado uso del condón y otros temas tabúes para aquella tía casta y virginal. Para hacer ese discurso, examiné detenidamente aquellas hojas enciclopédicas que un día me fueron censuradas. Tanto escándalo para un morbo raquíticamente saciado. Leer sobre sexo dejo de ser malo, paso a ser árido y demasiado científico. Otros nombres para mi luenga memoria: clítoris, gónadas, glándulas mamarias, trompas de Falopio, espermatozoide. Se unen a los nombres de las calles, a las capitales de Europa, a las 26 letras de mi alfabeto de plástico. A las lecturas que marcaron mi infancia.