Por Carlos Andrés Gallegos Valdez
Aprendí que leer era malo a los 10
años de edad. Hojeaba una enciclopedia con temas de sexo. Mientras daba vueltas
a las páginas pecaminosas, una tía mía ejerció de inquisidora y me cerró el
libro de golpe al mismo tiempo que se preguntaba con espanto “¿cómo andan
viendo esas cosas?” sin dirigirse a alguien en particular, como esperando que
algún otro adulto indignado o el Dios censor de las mentes infantiles le diera
el espaldarazo a su inquietud. No le dije nada a mi tía. Estábamos en un
funeral de un tío lejano y había que guardar luto, aunque una máquina
expendedora de refresco y el montón de niños como yo que corrían y se escondían
por los pasillos del salón fúnebre sugerían un ambiente festivo. A los anatemas
familiares, mis padres reaccionaron a carcajada limpia. Habían entendido la
diferencia entre morbo y el interés de leer para informarse. Aunque yo no
entendía nada bien aquellos atlas anatómicos dignos de ser quemados por las
buenas conciencias.
Mi primer juguete fue un
abecedario de plástico. Las letras eran de varios colores y tenían una
corriente bolsa de plástico como estuche. Mis padres me entregaron ese regalo y
lo primero que hice fue tirar todas las letras al frío suelo de cemento de la
casa donde vivíamos, en un pueblo llamado Tangancícuaro, en una colonia de
polvo y lodo con casas de arcilla que tenía el proletario nombre de Antorcha
Campesina. Apenas acudía al kínder y ya
sabía distinguir entre una A y una B, entre una vocal y una consonante. Aún no era consciente de que estaba
construyendo, desde mis cinco años de edad, el edificio de mi afición a la
lectura. La vida, la familia y algunos libros me regalaron más palabras y el
abecedario de juguete era insuficiente para construirlas. Faltaban muchas
vocales y algunas de las consonantes más utilizadas en el idioma español, como
la C, la R o la T.
Abandoné el alfabeto de plástico
y pronto forjé unas manos fuertes, capaces de sostener voluminosos libros. Mis
manos, toscas y rústicas para formar pájaros de papel, osos y elefantes
decorados con papel de china, carentes de la delicadeza para manejar pegamento
líquido o colorear sin salirme de las rayas, eran lo bastante fuertes como para
cargar la Biblia. Me pasaba horas dando la vuelta a las delgadas páginas
amarillas, sin poner atención a lo que decían esas miles y diminutas letras de
inspiración divina, según lo dicho por el hombre de túnica que veía todos los
domingos. De tanto que cargué el sagrado ladrillo y mojé sus hojas con mis
ensalivados dedos, la Biblia se fatigó como tantos otros libros terrenales
desgastados. Las pastas se desprendieron y el lomo se deshilachaba en forma de
finos fideos blancos. Pero seguí cargando la Biblia por todos lados. Mis
familiares presagiaban un futuro promisorio como predicador evangélico. El
pronóstico no se cumplió, pero a mis seis años, conformé una memoria repleta de
nombres propios. Aprendí que Matuzalem vivió 969 años, que los hijos de Noé se
llamaban Sem, Cam y Jafet, entendí la razón por la cual los hermanos menores
son llamados benjamines y sentí predilección por algunos nombres de los libros
del Antiguo Testamento. Levítico me parecía un vocablo raro y chistoso por la
colindancia de sus íes que al repetirlas me hacían sonreír involuntariamente,
Deuteronomio era un trabalenguas que al destrabarlo me inyectaba aires de
importancia y consideraba que el profeta Ezequiel tenía un nombre hermoso
porque tenía tres es, mi vocal predilecta del alfabeto.
La construcción de una memoria atiborrada
de datos y sustantivos propios continuó bajo la tutela de mi padre. Tenía ocho
años y estaba a punto de ingresar a tercero de primaria, abandoné Tangancícuaro
para vivir en Guadalajara, ciudad que me enamoró por sus semáforos y los
cientos de letreros que bautizaban a las calles. Me aprendí el croquis del
centro (Juan Manuel, Reforma, Garibaldi, Angulo, Herrera y Cairo, Manuel Acuña,
Juan Álvarez…), antes que los sitios turísticos de la Perla Tapatía. En esos
tiempos mi padre me compró decenas de láminas didácticas, atractivas por su
costo de morralla y su facilidad para leer con la ayuda de una recreación
visual de algún dibujante o pintor anónimo, además de pegar ese conocimiento en
las hojas del cuaderno al mismo tiempo.
Casi todas las láminas eran sobre
historia de México, lo que permitió saber antes que muchos niños la vida, obra
y milagros de Miguel Hidalgo, Morelos (mi héroe favorito de la Independencia),
Juárez, Madero y Zapata. No obstante, lo que me hizo ser el centro de atención
de otros niños fue el aprendizaje de las capitales de todos los países del
globo terráqueo, cual diplomático de la ONU. Mi padre, que trabajaba como
merolico, siempre me llevaba con él en su vieja y destartalada carcancha azul a
vender pomadas, té y otros milagros de la herbolaria en colonias populares de
Guadalajara o en pueblos del estado de Michoacán, que me parecían idílicos por
su tranquilidad y su fe en la medicina naturista antes que los narcotraficantes
se apoderaran de mi recreación. Mientras las bocinas, colocadas en pie de
guerra en el techo del auto, aturdían los oídos de los potenciales clientes
reumáticos, tuberculosos, magullados, con huesos rotos, riñones rocosos,
nervios amolados y vías urinarias hiperactivas, mi padre me enseñó el mundo en
forma de concurso de Jeopardy.
Con un mapamundi obsoleto y arrugado donde
todavía existían la Unión Soviética y Checoslovaquia, el gritaba España y yo le
decía Madrid; el me decía Holanda, yo le contestaba Amsterdam; el me preguntaba
Irlanda, después de dos o tres segundos de duda, yo le respondía Dublín con
tono victorioso, mientras bebía de una botella un sorbo de agua hervida por el
calor y me secaba con el brazo los sudores de mediodía que hacían del coche un
horno de microondas. Reconozco que no me aprendí todas las capitales, los
países de Asia me parecían muy difíciles de asimilar, sobretodo algunos como
Bangladesh, Myanmar o Bahrein, cuyas capitales tenían nombres aún más exóticos.
Lo mismo ocurría con África, con demasiadas naciones para retenerlas en mi mollera.
De Oceanía solo aprendí las capitales de Australia y Nueva Zelanda, el país de
las ovejas. Pero de Europa y América, todas las capitales me las sé de memoria.
Saber de la existencia de otros países consolidó mi afición a la lectura. Pero
hubo algo más importante. El conocimiento del mundo me ayudó a amar a mi padre.
Mi primera visita a una biblioteca
hizo bostezar a mi mamá, lo cual me hizo pensar que la mejor manera de acudir a
un lugar como este es aburriéndose en solitario. Era un sábado por la mañana y
acompañaba a mi madre en el centro de Guadalajara. Ella me invitó a ir a donde
quisiera, tal vez esperando que le dijera “al parque”, “al zoológico” o “a una
juguetería”. Yo le respondí: “a una biblioteca”. Como desconocíamos la
ubicación de estos edificios, caminamos como judíos en el desierto hasta
encontrar la tierra prometida en una pequeña biblioteca en la calle de Santa
Mónica. Observé los estantes y me intimidé por la cantidad de textos a
disposición. Estaba nervioso por conocer caras desconocidas y exponerme en un
lugar inédito para mis ojos y mi cuerpo. No tenía idea de que leer y al final
tomé por azar una gruesa tabla dura de aspecto enciclopédico. Al final, salí
contento de ese edificio, cuyo nombre y ubicación exacta se fugaron de mi memoria,
luego de estudiar sin mucho entendimiento algo sobre la historia egipcia.
A pesar de que conformé con el
tiempo un gusto especial por los libros, mi afición lectora no se consolidó en
las bibliotecas o volando mi imaginación en el País de las Maravillas de
Alicia, pintando la cerca con Tom Sawyer o viviendo en la selva con Mowgli y
Bagheera. Este privilegio es de las revistas deportivas. Las historias que
robustecieron mi infancia y los primeros papeles que devoré con fruición fueron
las crónicas de partidos de futbol, los logros de héroes con pantaloncillo
corto y las estadísticas que consignaban goles anotados, tarjetas amarillas y
nombres completos de los árbitros.
Mi primera revista, que aún conservo, es de
inicios de 1999 (yo tenía ocho años), y se llamaba Deporte Internacional,
publicación de Editorial Televisa que desapareció en 2003. En portada,
Cuauhtémoc Blanco, con la playera de la selección, disputaba un balón con un
jugador de la selección argentina. En las páginas interiores, venía un análisis
sobre el Tri de Manuel Lapuente, una pelea de box que perdió Oscar de la Hoya,
una entrevista con el entonces entrenador del Necaxa Raúl Arias y un análisis
sobre los equipos de la Costa Oeste de la NBA que arrancaban la temporada 1999
luego de meses de huelga, donde conocí a jugadores como Karl Malone, Gary
Payton, Hakeem Olajuwon y el entonces novato Tim Duncan. La revista me acompañó
a todas partes, a la escuela, en el camión donde aprendí a leer entre brincos y
luces tenues de neón, y hasta en la cama, velando mi sueño abrigada entre el
colchón y la almohada. Luego de ese ejemplar vinieron muchas más.
Ahora tengo
una colección de centenares de revistas de múltiples temas, desde historia
hasta ciencia y tecnología. Pero las lecturas deportivas inocularon en mi
cuerpo un gusto especial por las historias, una predisposición a escuchar
crónicas y cuentos. Antes que leer a Víctor Hugo o Dickens, aprendí a amar los
textos juntando periódicos Esto de tonos sepia y hojeando las secciones
deportivas de los diarios de interés general en el baño, preservando la
costumbre paterna de adquirir conocimientos resguardados por vapores
excrementales. Las crónicas deportivas
también significaron un gran impulso para leer otra clase de textos, como los
libros de texto gratuitos o las enciclopedias, sin grandes dificultades. Es
decir, me unieron para siempre con el conocimiento impreso.
Tiempo después de aquel funeral
de mi tío lejano, realicé un discurso ciceroniano sobre educación sexual para
un concurso de oratoria en la secundaria que nunca se profirió. El escrito
hablaba sobre las enfermedades de transmisión sexual, los órganos reproductores
masculinos y femeninos, el apropiado uso del condón y otros temas tabúes para
aquella tía casta y virginal. Para hacer ese discurso, examiné detenidamente
aquellas hojas enciclopédicas que un día me fueron censuradas. Tanto escándalo
para un morbo raquíticamente saciado. Leer sobre sexo dejo de ser malo, paso a
ser árido y demasiado científico. Otros nombres para mi luenga memoria:
clítoris, gónadas, glándulas mamarias, trompas de Falopio, espermatozoide. Se
unen a los nombres de las calles, a las capitales de Europa, a las 26 letras de
mi alfabeto de plástico. A las lecturas que marcaron mi infancia.