O cómo me inicié en la ópera viendo "Tosca" de Giacomo Puccini
Por Carlos Andrés Gallegos Valdez
I
Ir a la ópera por primera vez
resultó una actividad placentera. Mi feliz ignorancia de las cuestiones
técnicas de un arte que ni siquiera había visto en video, me obligaron a
atestiguar “Tosca”, de Giacomo Puccini, con los ojos asombrados de un
niño. Predispuesto a la emoción, el arte
más complejo derivo en emociones sencillas.
Tres horas y media después, salí satisfecho por la representación de la
obra del melancólico artista italiano. Mis cien pesos gastados en ver ópera
como en el cine, sustituyendo el rollo del celuloide por una transmisión en
vivo, la sala cinematográfica por el Teatro Diana y Hollywood por el
Metropolitan Opera de Nueva York, resultaron en una apertura corporal y mental
a nuevas sensaciones dramáticas. Nada mal para un ignorante de los entresijos
de un escenario donde solo tenía el estereotipo de la gorda cantando con un
vestido de noche.
La ópera es un género alérgico a
los finales con atardeceres en el horizonte. En ningún otro arte se siguen tan
al pie de la letra los imperativos aristotélicos de la tragedia. El héroe debe
morir para provocar la catarsis en los espectadores. La ópera les declara amor
eterno a sus heroínas llevándoles flores al cementerio, como a Madame
Butterfly, Violeta Válery, Aída, Mimí. O a Tosca.
Floria Tosca, la cantante celosa
de Marías Magdalenas pintadas y abanicos de marquesas, es atrapada por el barón
Scarpia, quien se aprovecha de su carácter siempre sensible a la sospecha. Su
amor por el pintor Mario Cavaradossi se robustece ante la evidencia del
sufrimiento y la tortura del artista, y el silencio de Dios ante una vida
dedicada al amor y al arte, frente a las repetidas proposiciones indecorosas de
Scarpia. La tragedia remarca la simulación de un amor salvado y las balas
falsas matan a Cavaradossi. Tosca encontrará ante Dios los ruegos de una
absolución, el único que puede limpiar sus manos manchadas de sangre por aquel
cuchillo que le quitó la vida a Scarpia y de aquella muerte que no tuvo
oportunidad de ser fingida.
III
La melena del tenor Roberto
Alagna es vista con sospecha. Sus pelos, ondeantes, parecen el sueño de un
estilista. Pero el fiero Mario Cavaradossi de Puccini, el que sufre torturas
despiadadas por defender a un prófugo, el que le canta a la libertad y a la
vida, el pintor de vírgenes y el condenado a muerte por la tiranía de Scarpia,
no fue creado para usar shampoos y acondicionadores, sino para amar a Floria
Tosca. Si quisiéramos a un Cavaradossi engominado o de pelo largo, habría que
inventar un nuevo arte, más a la moda. La ópera se adjudica la defensa de las
tradiciones hasta en el cabello de sus tenores.
Los otros actores son más
convencionales. Patricia Racette, interpretando su papel favorito de Puccini,
tuvo conmovedoras actuaciones principalmente en el segundo acto, cuando mata
con un beso en forma de cuchillo a Scarpia y contempla con horror la sangre de
sus manos, hechas para cuidar niños y rezar juntas en plegaria y que en ese
momento se volvieron manos victoriosas.
George Gagnidze, el barítono que apenas habla inglés, se expresó con sus
cánticos y sus gestos amenazantes en el rol del barón Scarpia.
IV
Ciertos ejercicios inmaduros de
imaginación me hacían pintar un cuadro de los aficionados de ópera basado en
estereotipos. Personas con saco y corbata acudiendo con zapatos lustrosos y
pantalones recién sacados de la tintorería. Parlanchines puntillosos que
increpan de peros las representaciones operísticas. Improvisados maestros de
canto atacando a sopranos y tenores con juicios de “American Idol”. Pero la
realidad fue más sencilla de aprehender. Aún así me sorprendió ver que la
mayoría del público son adultos maduros, parejas de entre 45 y 60 años de edad,
señores con chaqueta, lentes y cabello cano. También había varios jóvenes como
yo, buscando en la ópera respuestas a sus inquietudes estéticas.
Pese a la incomodidad del
horario, sábado al medio día, el Teatro Diana ocupó sus asientos en más de la
mitad de su capacidad. A la ópera en tres actos le añadieron dos intermedios de
media hora. Tiempo para salir a comprar vinos a setenta pesos el vasito y
bolsas de papas a treinta y cinco. Casi como en el cine, solo que en la ópera
devorar frituras durante la proyección se castiga con un “ssshhh” ensordecedor.
V
En la prisión, apurando sus
últimos momentos de vida en una partida de ajedrez, el condenado a muerte le
agradece a la vida, y cantando se aferra a ella. Los momentos felices que jamás
regresarán, el amor de una mujer que ya no podrás moldear con tus manos y retener
su belleza con la mirada. El amor que se aferra a la tierra con sollozos y
súplicas. El hombre mortal reniega de su condición pero al mismo tiempo
entiende la inmensidad con la que vivió su finitud.
Y brillaban las estrellas, y olía la tierra…chirriaba la puerta del
huerto y unos pasos hacían florecer la arena…Entraba ella flagrante y caía
entre mis brazos...¡Oh dulces besos, lánguidas caricias!. Mientras yo
estremecido las bellas formas iba desvelando…Para siempre desvanecido, mi sueño
de amor…Ese tiempo ha acabado… ¡y voy a morir desesperado! ¡Y jamás he amado
tanto la vida!
VI
La huella que deja la ópera en
corazones especialmente sensibles aflora de vez en cuando en personalidades
poco aptas para el recato. El hombre que nos introdujo a la vida y contexto de
Giacomo Puccini y dio algunas claves para entender su obra, no podía evitar
conmoverse al recordar escenas de Tosca. Su voz entrecortada, más que sus
críticas al pelo de Alagna o el cuadro de María Magdalena con el seno
descubierto pintado por Cavaradossi (una escena igual de escandalosa que Janet
Jackson en un Superbowl), me hicieron pensar en que vería un derroche de arte
dramático que se sobrepondría a las irregularidades de la puesta en escena.
En ese estudio introductorio, nos
presentaron varias frases de Puccini, que bosquejaban una personalidad
melancólica y con tendencia a la perpetua depresión. Llámenme ignorante, pero
pienso que dibujar un retrato de un artista por sus frases es un ejercicio fútil
e incompleto. No es que Sócrates tuviera la certeza de que no sabía nada, sino
que lo comprobaba molestando a miles de atenienses con sus charlas inoportunas.
Al mismo tiempo, Puccini pudo ser un hombre triste, pero sus óperas son las que
comprueban el grado de su aflicción.
VII
Más de 60 países reciben la señal
en vivo de la Metropolitan Opera, que llega a un público potencial de tres
millones de personas. Las nuevas tecnologías posibilitan el acercamiento de la
ópera a cientos de teatros. Cuando veía la transmisión “en vivo y en HD”, no
podía evitar imaginarme el día en que se cayera o se congelara la señal, o el
sonido y los subtítulos en español no se sincronizaran con las imágenes. Es
aquí cuando los neoyorquinos del Metropolitan son realmente privilegiados. Son
los únicos cuya transmisión no se detendrá por inconvenientes tecnológicos.
Para mantener la ópera, el
Metropolitan se sostiene por donaciones de familias millonarias estadounidenses
y del patrocinio de empresas privadas de información y noticias como Bloomberg. En los
interludios, el tenor, el barítono y la soprano podían dar entrevistas solo dos
minutos después de dejarse la garganta en el teatro, mientras los encargados
del escenario probaban sus habilidades de constructores express, capaces de
construir una iglesia entera en treinta minutos ensamblando tablas de madera y
recorriendo torres con ruedas incorporadas.
VIII
El callejón sin salida al que
encierra Scarpia a Tosca deja indefensa a la soprano. Ante la posibilidad de
ser ultrajada por las manos voluptuosas del barón, gran aficionado a las
mujeres y sobre todo, a la mirada de odio y la agitación desesperada de Floria
Tosca, la cantante pide a la divinidad respuestas a su desventura. ¿Por qué yo,
consagrada al amor y al arte, solo encuentro dolor?, ¿por qué mis acciones
buenas reciben castigos en vez de recompensa?, ¿Por qué evité la maldad, solo
para recibirla en carne propia?. La soprano entona su súplica violenta, increpa
a ese Dios que parece quedarse sordo ante sus cantos repletos de lágrimas
He vivido del
arte, he vivido del amor, ¡nunca le he hecho mal a nadie…! Con mano furtiva
cuantas miserias he conocido, he socorrido…Siempre, con fe sincera, mi plegaria
en los santos templos, elevé. Siempre, con fe sincera, he llevado flores al altar.
En la hora del dolor, ¿por qué, por qué Señor, por qué me pagas de esta manera?
He dado joyas para el manto de la Señora, y he dado mi canto a las estrellas,
que brillaban tan radiantes. En la hora del dolor, ¿por qué, por qué Señor, por
qué me pagas de esta manera?
IX
Los fanáticos de la ópera no toleran modificaciones al
libreto que Luigi Illica y Giuseppe Giacosa escribieron para el lucimiento de
la música de Puccini. Si existe un anacronismo en escena, una actuación poco
convincente, una capilla que no se asemeje a la Italia del siglo XIX, una
muerte llevada a cabo con cobardía, un extra incapaz de disfrazar su actuación
impostora jalado de una cuerda, una manchas de sangre embarradas como película
de Serie B en la cara del tenor o algún simbolismo mutilado del libreto
original que se consideraba indispensable mantener, el público responde con
abucheos.
En el Metropolitan, saben la importancia de ser fieles a los
textos sagrados, no quitarles ninguna coma y maltratar a los directores
innovadores que pretendan contaminar con su visión personal la obra de los
clásicos. Cuatro años atrás, la última representación de Tosca se saldó con
abucheos a la producción escénica. Pero este sábado parecieron tener su
redención. Solo aplausos salieron de las palmas neoyorquinas cuando Tosca se
arrojó de la torre y su desafortunada vida se oscureció con el cierre del telón.
X
En la iglesia, Scarpia celebra el triunfo de su treta sobre
Tosca. El villano, exultante, no solo atrapará a Angelotti, el fugado de la
cárcel que se esconde de la policía, sino que tomará en sus manos a Tosca, la
mujer que le hace olvidar a Dios. El Te Deum, el himno de agradecimiento a
Dios, suena con notable épica y sonoridad, mientras los niños del coro de la
iglesia, el sacristán y los otros ayudantes de la casa del Señor acompañan a
Scarpia en un duradero canto de victoria. El barón se hinca ante la virgen, y
en esa imagen religiosa ya observa a Tosca, que en su corazón ya tiene anidado
al halcón de los celos gracias a la astucia de Scarpia.
Te Deun laudamos.
Te Deun confitemur. Te aeternum. Patrem omnis terra veneratur